El suspiro frágil que fue el último hálito de vida de mi madre se apagó de a soplos con un resuello calmo.
Por el ventanal la primavera eligió recostarse al pie de su cama. La plaza en la que se oxigena nuestro pequeño dominio, la que tantas veces recorrió ataviada de maestra, tenía un sol tibio y una sensación de sopor hacía que los pájaros volaran sin volar, flotando en el aire. La transité con fuego en el pecho y la respiración sofocada.
La muerte se despatarró como quien acaba de hacer su tarea con meridiana puntualidad, se sentó con las piernas abiertas y su paciencia vital en una de las sillas de madera lustrada y nos pegó otra vez la cachetada.
El hombre incompleto y sin orear que vaticinaba ser desde el día que se llevó a papá cuando era apenas un boceto trazado a lápiz tiene la certeza feroz de que ya nunca seré.
Un rato antes le había dado la espalda con una pena que me doblaba el dorso. Como tantas otras veces, en estos meses en que la llama se fue consumiendo, cerré la puerta de calle con miedo.
A mi regreso trémulo la mujer impostergable yacía en posición cristiana, con las manos juntas. Detrás de la telaraña húmeda que son mis ojos vislumbré en su rostro una mueca que los expertos en consuelo podrían definir vagamente como un rictus de paz.
No me dejó tranquilo. La serenidad no alcanza cuando el esternón se quiebra en dos y uno experimenta escurrirse de las manos el último latido de lo que siempre estuvo ahí, a nuestro lado.
Dejo constancia que en ese mismo instante asumí que perdí el camino de regreso. La lágrima que trazó el recorrido necesario e inevitable va a secarse con la primera brisa de resignación. Los muchachos de vialidad podrán decir que es una ruta similar a la que une Palermo con Cañuelas pero mi hermano y yo sabemos que ese trayecto tiene múltiples bifurcaciones y que gracias al buen pulso de mamá fue capaz de llevarnos hacia otros sitios: al culto al trabajo, a la responsabilidad, a la ética, al amor practicado, construido por hechos, y a la persecución de aquellos sueños que sólo se pueden alcanzar si el esfuerzo individual es el impulsor del vuelo. Tomar nota acaso sea mejor que voltear la página y seguir adelante. Tratar de aplicar la receta es menos utópico que avanzar sin su amparo.
El crepúsculo se desgarró como mi alma y con una ligera inclinación, transformado en sombra, ingresó con prudencia al recinto, de puntillas, con andar perezoso para llevársela en andas. Muy de a poco la penumbra la arrinconó hasta dejarle el centro de la escena, se trepó por sus sábanas y le borró paulatinamente los contornos dejándonos algunas remembranzas, un puñadito de reflexiones y un nuevo sentimiento que tal vez no necesite de ver para creer.
Fui la leche caliente, su espera, el temporal que capeó sin que le menguara el carácter, un reto, un coscorrón, su patio con geranios, un pique de pelota, la casa reluciente, la ropa impecable que era capaz de hacer durar más que la garantía del Magiclick, su infancia difícil, un pique de pelota, la letra cursiva perfecta, su pila de cuadernos por corregir, mis hermanos del aula sus miles de alumnos, la obligación, el plazo, su entrega, su genio de madre y capitana por sobre cualquier aspiración de género, el volver a empezar, sus años tras el mostrador, su postergarse por dar, su generosidad diáfana y entera, su viudez larga, la curvatura de sus dedos, el entumecimiento de su anatomía, espero que un porcentaje de su orgullo.
Asistí a los tiempos en que su fonación verbal se redujo a una semántica de vademecum y que las expectativas eran transcurrir con la promesa lábil de una mejora y su mundo no iba más allá de los hechos instintivos y cotidianos. También me dolió cuando ni sus impulsos primitivos estaban abiertos las veinticuatro horas y entre las nieblas de su memoria sus pulmones se debilitaban, la piel se le deshilachaba y el tracto digestivo la humillaba como no merece ni el más implacable de los herejes.
Corriéndole las mantas, tapándola con las frazadas para que la desolación no le mellara los huesos, supe lo que suponía, el infinito amor que han tenido cada uno de sus gestos y no pude más que trazar en rojo el andarivel del arqueo afectivo que naufraga en deuda entre una oleada de colchas y cobijas.
Escindo a mis labios de todas sus responsabilidades, tras besar las frentes inertes de mis padres en sus lechos postreros, advierto decisivamente lo que es el frío y puedo hacer un tratado sobre la insidiosa ceremonia como una justificación plena de los ósculos destemplados con que coquetearé de aquí en más a la vida.
La noche se apoltronó sobre nosotros y dos camilleros nos arrancaron el corazón cuando se llevaron su osamenta, sus vísceras, sus tripas, en un atado con forma de cadáver en el que se iba lo más íntimo de nuestro hemisferio sentimental, poniéndole plazo a nuestras emociones, acechándonos sin prisa.
Le hicimos compañía sin trastocar la ritualidad mínima que sospechamos hubiera preferido para prolongar su humanidad indiscutible a los vestigios culminantes de su indecoroso deterioro.
Cuando la tapa de madera nos dejó ciegos para siempre, con mi hermano comprendimos, sin decirnos una palabra ni darnos un abrazo, de los llantos hacia afuera, que ahora que se desplomó el último estandarte de una dinastía, como esas piezas moribundas que auguran la agonía de una especie, nosotros fuimos los testigos de ese sufrimiento. Una cohorte de irrepetibles hombres y mujeres, de otra estirpe y con valores incombustibles, cesa dejándonos en descubierto, con todo por morir en un crédito que hemos contraído y esperamos saldar en cómodas cuotas.
Hicimos algo de lo que pudimos y perdimos sin rendirnos ante la huella abismal con que nos sepulta a su tranco el tiempo.
Su apariencia leve de las últimas campañas ya es parte de la tierra, como lo quiso. Su tierra, nuestra tierra. La tierra donde escogió dejarnos volviendo al regazo de su mamá, la que casi no conoció y la abuela que con Enrique jamás tuvimos.
A la mujer impostergable, a mi mamá, ya la extraño en el mismísimo apogeo de mi pena, ahora que soy víctima de la última palada y la amo, como la amé cuando no lo supe con tanta conciencia y como la amaré mientras mi endeble espíritu tenga una correntada de afecto para acariciarla en cada ausencia.
(a horas de enterrar a mi mamá, María Angélica Arín, junto a mi hermano, su familia, y alguno de los nuestros, los que quedamos, con todo mi dolor y todo mi amor)
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