jueves, 11 de noviembre de 2010

MARCA PERSONAL


La noche se desdibujaba en una acuarela de fernet diluido en Coca Cola. Nunca entendí de que se reía el taxista que en un momento se acercó a la barra, ni si se reía. En ese lupanar hubiera sido un acto de mal gusto solicitar el control remoto para tratar de calibrar la imagen. El hombre se esfumó sin contornos dándonos la espalda mientras algunas carcajadas interferían en nuestra charla como espectros mal ecualizados.
Pasamos horas, los codos atornillados al estaño de esa fonda de fritos veteranos son un modo sin ortodoxia de contabilizar el tiempo. Pero consuela, sirve. Al menos no es una medida tan implacable y prolija de contemplar como se marcha la vida. Ese impertérrito compás que marca la peregrinación marcial de las agujas en el reloj se omite cuando se habla por hablar, sin ofender ni ser herido.
Presumo que inicié la conversación. No tiene sentido establecer a esta altura de los acontecimientos esos detalles porque todo lo que nos dijimos trató de ser un aderezo para matizar el sabor de la soledad y disimular ese plato del día. Para ser piadosos, del día que pasó.

Entré con la tranquilidad que me daba el ambiente húmedo y enmohecido. Mi cara no alteraría el degradé que completaban las paredes grasosas, la estantería de botellas antidiluvianas, la campana de sandwich incapaz del menor tañido de sabor. Antes de elegir un lugar en el vértice derecho del mostrador pedí una milanesa. Lo hice irracionalmente, en un acto reflejo condicionado por cierta memoria emotiva. La vaca prácticamente entera y emprendiendo un streap tease de pan rallado, venía surfeando en el plato sobre olas de aceite, despojada de cualquier gesto de ternura. Cada uno se suicida como puede.
Recuerdo un cristal roto. Un estallido delante de los ojos. Una realidad fragmentada. A mi acompañante anónimo regresando del baño entre miradas opacas.
¿Qué habrá pedido para la cena mi interlocutor? Grosero no reparé en ese detalle. Tan pronto como le acertó al taburete me quitó las culpas, ese erupto que me despeinó no podrá ser desmentido: carne al horno con papas de acá, de Palermo Viejo, a Okinawa.
Brindamos como dos almas errantes, varias veces y por motivos pueriles que jamás podré rescatar del fárrago de lo perdido, hasta que cierto folletín, de sueños de valija de cartón y en color sepia, nos animó y le puso bríos al movimiento mecánico del choque de vasos.
Fue ahí, en ese momento, que me quedé recortando su boca en un plano corto. Pesando cada una de sus palabras, sin eludir la simetría de su confesión maquillada de barrio, completamente interesado. Me dijo que era torpe para el juego, pero fuerte hasta las lágrimas de sus rivales. Cierto hálito de rudeza aún habita sus pómulos cuando denota su acento al despejar las consonantes para disfrutar las vocales.
Esos partidos en el campito hasta que el último sol de la tarde decretaba el final le otorgaron cierta alcurnia y un lugar preponderante en la heráldica de la esquina. Buen cabezazo, físico enorme y macizo para alguien que no ha aprendido a limpiarse solo los mocos, remate furibundo, una religión de rechazos expeditivos para ahuyentar el peligro aún antes de que éste se haya producido, no eran pocos motores para que el sueño de su tío Benedicto Arroyo Seco –Arroyo por parte de madre y Seco por parte de padre según solía justificar la antojadiza alquimia de sus apellidos en ese berretín epicúreo- tomara impulso. El apoderado por limitaciones íntimamente ligadas con sus prematuros dedos martillo no había podido defender los colores de Central Norte de Salta pero su ahijado, su predilecto, estaba en camino de poner en alto los laureles de la familia.
Embobado por la practicidad con que el menor de los hijos de Roque, su hermano, aseguraba la invulnerabilidad de la valla de Los Rayos Rojos de Orán, cimentó el éxodo e imaginó la fama. Una de esas siestas en las que febo es capaz de amedrentar a los habitantes del averno, el tío y representante de oficio consiguió que dos buscadores de talentos del Cuervo, el club importante de la capital salteña, se asaran sin contemplaciones. Toda sombra les quedaba chica en esa canchita de pedregullos donde el sol picaba más alto que la pelota. Y si bien la jarra de sangría conservó el frescor al menos hasta el primer sorbo, nada, ni un Ronaldo emergido de los cascotes, justificaba semejante inmolación.
Amparado en la sensación térmica fresca que irradian los espejismos, Benedicto se permitió gracias al futuro de su flamante estrella un sueño atrasado, de cámara lenta. Se vio manejando un Torino rojo, rodeado de beldades como Nené Morales y Norma Sebré, las musas de sus sesiones de onanismo adolescente. El jean Hernán Bravo piel de durazno que nunca tuvo, una melena al viento y un habano encendido con un billete de un millón de pesos rescatado de la humillación de vaya a saber que desagio. Estaba tan compenetrado en decorar su imaginería inspirada en su formación intelectual que como toda lectura consigna las historietas de Isidoro Cañones, que casi se perdió la primera jugada del histórico match y no advirtió que los detectores de cracks transpiraban más que si hubiesen entrado a un sauna ataviados de gamulán.
Para orgullo del hermano de su padre, el heroico marcador central no dejó dudas. Su fiereza, su aptitud para el hombre a hombre se manifestó desde el primer instante. Eran verdad muchas de las bondades que resaltó Arroyo Seco.
-Fijesé, tiene 13 años y parece un veterano. Le saca una cabeza y media a todos. Jamás se le despega al mejor de los delanteros rivales y bartolea con tanta seguridad que hasta a uno le queda la ilusión óptica que sale jugando. No deja que nadie se aproxime a su arco y si hay un tiro libre para su equipo es muy capaz de meter al arquero con pelota y todo:¡ miren que gambas!
Jamás habló de la puntería de los remates de su sobrino que rara vez pasaban más cerca de doce metros por sobre el horizontal y se sobreactuó cuando ante los insolados quiso finiquitar la negociación.
-Comprenlón ya, Central Norte hace la inversión de su vida. Ustedes podrían dudar si les estuviera ofreciendo un habilidoso, un crack, un gambeteador genial de 13 años… Esos se mancan. Esos son todos loquitos, si no los rompen en el potrero antes de llegar a Primera se les da por la joda y se malogran. O le esquivan el bulto y no se matan en los entrenamientos. O pegan el estirón de golpe y se les va toda la picardía. Ni hablar si agarran una conchita o descubren el faso, no llegan a nada… Derrapan. Pero un defensor, un half, un marcador rústico y abnegado es una mina de oro. Una garantía. ¿A este pibe que le queda? A ver, diganlo conmigo, ¿qué le queda…? Ser un hombre y todo hombre que se precie de tal es macho y responsable. Todo lo que ahora vemos como virtudes no corren peligro, seguro seguro que se acrecientan. Cuanto más alto y más fuerte sea, y además adquiera experiencia, ¡no lo pasan ni cuatro maradonas lo pasan!
Algo le molestó, un recuerdo con ribetes de obstáculo se metió como una piedra en el zapato de este relato infantil que nos regaló el chin-chin más auténtico y sentido de toda la velada. Fue tan de golpe, tan abrupto su silencio que me sorprendió impávido con los ojos naufragando en su escote.
Se ruborizó y su vergüenza fue tan grande que alcanzó para los dos. No pude pilotear el timón de su desdicha y no nos quedó otra que estrellarnos en un abrazo de espantapájaros de gelatina. Nos costaba el consuelo porque nuestros cuerpos eran humo ¡y andá vos a abrazar el bostezo de una chimenea…! Un aro cayó al piso. Lo escuché muy de fondo y pese a que le llevé un dedo a la boca solicitándole que abortara su confesión ahí, su necesidad por contar el epílogo de su efímera carrera futbolística era tan vertical y precipitada como su angustia.
-¿Te das cuenta? ¿A vos te parece que lo defraudé? Acaso el tío no les pedía que me compren, que yo iba a ser una mina de oro… Guacho, ¿decime qué le hice? Ahora cuando para las navidades llegó a Orán montada en unas botas como éstas, me da vuelta la cara y se encierra en la piecita del fondo. Un día a la siesta mientras dormía me quitó la valija y con una tijera me rompió todos los vestidos y me hundió el tapadito de piel corto en el lodazal del potrero de Don Chicho. ¿Qué culpa tengo yo si él no se daba cuenta de nada? Mirá el putón que tenia en la familia y él pronosticaba que yo iba a ser cada vez más hombre. No es culpa mía. ¿Querés que te diga una cosa? ¿Sabés por qué marcaba tan pero tan bien?
-No –retruqué sin que se me oyera a veinte centímetros-.
-Porque a mí siempre me gusto el hombre a hombre. No me gustaba jugar al fútbol. La verdad, no me gustaba para nada. ¿Pero cómo hacía yo para estar entre los chicos si aparentaba ser una marica…? ¿Cómo hacía para llegar con vida a los 18 en Orán si me comportaba como una mariposa? Yo hacía al revés, me les ponía cerca, me mezclaba con ellos, los tocaba, los rozaba en el juego. Me volvía loca. Pero sin el menor síntoma, sin afectación. En el vestuario me cohibía un poco, me iba para otro lado… No me animaba a desatar todo lo que sentía, andar desnudita. Pero en la cancha era una fiera. ¿Vos sabés como abrazaba y besaba a los que hacían los goles? Encima era grandota, me aprovechaba. En el área si venía un corner al más fuerte de ellos, al más lindo, iba y lo aferraba, lo tenia agarrado, lo manoseaba y nadie sospechaba de mí porque estaba catalogado como un defensor sucio, rudo. Por ahí dejaba que se creyeran que me ganaban la espalda y entonces yo retrocedía y ¡zas! ¡Lo apoyaba con la cola! Siempre fui especialista en el hombre a hombre, papi.
No puedo ofrecer veredictos. Prefiero que me robe un beso con ese par de sommiers coloreados con rouge estridente que susurran un slogan de falso erotismo al que oigo verosímil por deseo y ausencia de cariño: “Sos lindo vos, ¿eh?”; a juzgarlo, quise decir juzgarla. Pero cuesta creer que alguna vez le hayan augurado un futuro como futbolista a esta Cleopatra con homóplatos de estibador. ¿Quién fue el visionario que le quiso hacer comprar a Central Norte de Salta a este exuberante exponente de la Zona Roja? Si Angelito Labruna se levantara de la tumba nos asesina a todos y se vuelve a morir, le adivino entre nubes de alcohol el mohín al encargado del local de baja estofa si pudiera oírnos sin que se le despeine su arcaico bigotito de anchoa. ¡Y no me vengan que con alguien así en el equipo todos vivirían colgados del travesaño! ¡No! Nada de chiste, la novelita que me dio refugio imprevistamente desnudó instintos muy primarios.
No quedé preso de los encantos de Zelda si se me permite el azar de las palabras pero es la primera vez que sufro una erección en el medio de la descripción de una aventura deportiva.
No quise llevarla a la cama pero corrí con la cuenta y no precisamente por la calle Oro, a contramano, con el mozo pellizcándome la yugular. Más vale por afecto.
No fui más allá de ese beso a los tumbos pero asumo que si apuré un flan con dulce de leche fue por obra y gracia de que su mano acariciándome el antebrazo alteró buena parte de mis hormonas.
Por la pasarela de los guiños lascivos de los otros lúmpenes, los que malgastan baraja española en la mesa pegada al perchero, desfiló hacia la calle en el umbral del alba. El juvenil marcador central ahora bambolea la cola con la cadencia del pecado. Sus piernas interminables desprovistas de canilleras más que un freno, son una invitación a pasar. Debajo de esa minifalda de cuero se adivinan cataclismos y perdonan confusiones. Su melena es canción. Su pena no se apena cuando provoca un suspiro, cuando molesta, cuando incomoda con todo eso que se ve y con todo eso que se oculta. Creo que esta noche, ahora que liberó las toxinas de un remoto pasado, hasta podría enamorar a alguno de los que la enfrentaron en una cancha de fútbol. En esas fantasías de mareas de sábanas se ahogan los malos momentos que prefiere olvidar. La titánica lucha entre quién fue y quién quiere ser.
Antes de que llegara a la puerta la retuve con un pensamiento. Giró en una precisa y felina coreografía, y me miró sin decirme ni amén. Acribillado por sus ojos moros, caminé entre mi bruma y tomándola del brazo, le pregunté lo que me vino a la punta de la lengua. Una frase que se corporizó para no tener que arrojar la toalla…
-¿Cúando? ¿En qué momento dejaste el fútbol para convertirte en Zelda?
-Pensé que me querías decir otra cosa, algo de nosotros, de esta noche…
-No, no… Eso nomás. Sí, eso, decime cuándo fue.
-Decidí dejar el fútbol después de un tiro libre, en un partido contra Mecánica Cocuzza. El número diez de ellos, que le pegaba muy fuerte, se paró frente a la pelota y antes que el árbitro diera la orden, supe que ya no podía jugar más, que estaba muy claro que lo mío era ser esto. Esta mujer que soy ahora –cerró la reflexión en un agudo y con falsete moriacasanesco-
-¿Por?
-¿Y a vos qué te parece? Estaba parada en la barrera y cuando el tipo fue a patear, en vez de protegerme mi sexo como hacen todos los que van a la barrera en el planeta, llevé la mano a los testículos… pero del compañero que tenía a mi izquierda…
No la ví más, aunque como un holograma de video legítimo, su rostro elevado por sus enormes pechos, apareció y desapareció incansablemente de mi pensamiento mucho tiempo después de aquella furtiva cena compartida.
Aparecí en mi cuarto, despatarrado, con la sensación inequívoca en las botamangas empapadas de mis pantalones, de que la fonda cerró conmigo adentro y que me baldearon. Cuando hube recuperado cierto atisbo de lucidez, comprendí que acababa de inaugurar un secreto. Y lo concreté no sin antes experimentar un último comentario interior pero de claro corte futbolero.
No deberías ser mal defensor, Zelda. Puedo advertirlo por lo que a mí respecta. Te lo digo con mis modestos conocimientos de goleador: me hiciste una gran marca; una marca personal.

(este relato forma parte del libro Instrucciones para embellecer el domingo)

No hay comentarios:

Publicar un comentario