martes, 28 de septiembre de 2010

DE SABINAS Y PALERMOS


(me han pedido que comparta algunos materiales de los libros, Instrucciones para embellecer el domingo salió en 2005 y está desde hace algunos años técnicamente agotado -como yo-. Este es un cuento de ese libro, que lleva el mismo título que el posteo. Alguna vez le llamó la atención a un cineasta chileno que me pidió permiso para transformarlo en guión. Jamás tuve otras noticias de él, tal vez esté dentro de la famosa mina chilena... No, no hablo de la Bolocco... Es un cuento raro que como todo lo que he escrito a medida que pasa el tiempo me gusta un poco menos. Espero que no sea el caso, que para ustedes la ecuación sea inversamente proporcional)

Este es un episodio que no esperaba. Por imprevisto y por absurdo. ¿Qué hace un policía a estas horas de la noche haciéndome una contravención? Es más, nunca contemplé entre las atribuciones que yo imaginaba para un oficial de tránsito, inmiscuirse en cuestiones tan mundanas como una tocada de traste.
—Oficial, yo no lo hice… No me mire así, no estoy bromeando. Dejé de hacer esa boleta. ¿Qué cobra? Perdón, es una deformación de mi otra vida, la de futbolista. Quiero decir: ¿cuál es la infracción de la que me juzga culpable?
Se nota que éste hombre no simpatiza con Boca. O es hincha de Gimnasia. ¿No le gustará el fútbol? Es algo improbable. ¿Existe algún ser humano de género masculino al que no le agrade el fútbol? No parece querer una coima. ¿Y si se la ofrezco? Por ahí la embarro. Encima llamo, llamo, llamo y mi amigo no acude. Qué ruido raro hace el teléfono… “El teléfono desde el que usted llama está fuera del área de cobertura”. ¿Mi teléfono fuera del área? ¿Cómo se entiende esto? Rarísimo… Que aparezca, por Dios. El tiene que resolvérmelo. Al fin y al cabo es él quien me metió en esto.
—Le explico, oficial. Yo no le quise palpar el trasero a Paula. Le juró que no. Ella subía al colectivo y yo, justo, no sé cómo y por imperio de qué gracia, aparecí detrás. Hice el movimiento de treparme al micro y ella se demoró un instante o yo lo abordé con demasiada fuerza y falta de cálculo… Sea como fuere el roce fue casual, algo parecido a lo de la mitad de la cancha, una rosada así, tipo futbolística, es lo que quiero significarle… Pareció más escandaloso porque la diosa de los vientos levantó la pollera de Paula y el contacto fue, digamos, muy carnal.
¡Cómo me mira este tipo! ¡Mi Dios! La cagué, creo que la cagué. Debe ser un inspector de moralidad. Nunca imaginé que esta gente pudiese andar surcando las oscuridades en las proximidades de González Catán.
—Señor Palermo, a mí no me preocupa lo que usted haga con el culito de la señorita Paula. Son gente adulta.
Dijo culito. ¡Blasfemo! No, mejor no lo miro así. Tampoco pasarme de pacato.
—Yo no soy celador de buenas costumbres ni agente de moralidad.
Menos mal. No es. ¿Por qué tendré esta costumbre de elaborar mil pensamientos antes de que los acontecimientos se sucedan?
—Soy inspector de SADAIC, digamos, para decírselo de una forma que usted pueda comprenderlo un poco mejor. Advierto su cara de dormido, usted acaba de despertarse en el mundo de las canciones y me temo que desconoce algunas de las reglamentaciones que aquí imperan. Usted no puede levantarse como si estuviese en La Bombonera e imprimirle a la primera pelota que encuentre un furibundo patadón.
No entiendo bien. Si asiento y pongo cara de sé de qué se trata me seguirá dando este sermón y yo me quedaré en ascuas. Si lo freno y le hago preguntas tal vez lo altere y la boleta se torne avinagrada y saladita. Un poco me subestima porque yo ya sé que vivo en el mundo de las canciones. Pero no puedo reaccionar ante una autoridad. ¿O sí?

—¿Me escucha?¿En qué piensa, señor Palermo? Esa pelota a la que usted le pegó con tanta fuerza ha hecho un verdadero desastre.
—No me diga, agente.
—Si le digo. Y trate de no desafinar. En el di tiene que dar una nota un poquito más alta. Abra mejor la cavidad bucal, de manera más redonda y haga un arco con su paladar, deje que la palabra recorra ese trayecto e impúlsela desde la zona del vientre soltando el aire. No saque la voz de la garganta, sin apoyo. Menos desde la nariz.
—Yo no quiero ser cantante, no me la haga más difícil.
—No sé insubordine. Aunque más no sea para cantar un gol o el feliz cumpleaños, si quiere pasarla bien aquí, cuide los detalles. Además, está en falta. Esa pelota no era una pelota cualquiera. El que usted pateó es el balón de la canción esa —no sé si la conoce— que dice ‘niño, deja de joder con la pelota’. ¿La recuerda? ‘Esos locos bajitos’ se llama el tema musical.
—¡Ah, sí! ¿Esa? ¿Cómo no la voy a conocer? Entonces rompa ese formulario, no hay problemas. El Nano Serrat es hincha de Boca, no se va a molestar por esta nimiedad.
—El no, a él le encanta que jueguen. El tema es lo que sucedió con ese pelotazo. Los resultados. Las desgracias que produjo. La pelota salió despedida como un misil, e impactó de lleno en Malena. La pobre cayó de bruces en el piso. Lo peor es que cómo estaba cantando, en ese verso acababa de dejar el corazón y su pelotazo la divorció del músculo: el sístole cayó dentro de un valsecito peruano y el diástole en una cumbia villera, una de Yerba Buena. Por suerte, creo que esa sensibilidad va a ser rechazada por esos organismos tan poco afectos a esas texturas emotivas y Homero, que andaba tripulando una nube por San Juan y Boedo, ya ha puesto manos a la obra para injertarle a su heroína el trozo de corazón partido.
—Esa es de Alejandro Sanz.
—Cállese, esto no es Feliz Domingo. Nadie le preguntó nada. El tema es que el disparo, luego de impactar en el plexo de Malena, salió despedido con tanta virulencia que dio de lleno en el reloj. Ya no funciona. Alteró el mecanismo y las agujas se aprecian yermas, lo que puede desembocar en un suicidio masivo de boleristas. Ya lo he visto a Roberto Cantoral tratando de ahorcarse con el moño de su smoking porque no sabe en qué parte de su anatomía meterse aquello de ‘reloj, no marques las horas…’ Sin tiempo hay cosas que no tienen sentido, carecen de poética.
—Perdón, oficial. Hágame usted un pequeño favor.
¿Ahora se te da por venir? ¿Dónde estabas, gallego de mierda?
—¿Joaquín? ¡Buenas noches!
—Para usted serán buenas, oficial. Rompa esa boleta, hágala añicos. Me haré cargo de éste animalito de Dios porque soy su tutor.
¿Dónde carajo estabas, gallego pata sucia, si sos mi tutor?
—Despójate de esos malos pensamientos, Martín. No me maldigas que soy amante de las musas y puedo descubrir todo lo que estás pensando. Deja de insultarme que puedo leerlo claramente en tus ojitos desencajados. Le decía, oficial, que me hago responsable de la torpeza del amigo. Ahora que he dejado de ser un atleta de la madrugada éste energúmeno me sacó de la cama a estas horas porque su pelotazo acabó cayendo en el boulevard de los sueños rotos y para mi pesar, en su caída libre, hizo trizas dos ilusiones que venían transitando por allí. Sé todo lo que ocurrió. A Daniel Riolobos no le va mejor que al autor de ‘Reloj’, lo he visto al pobre despertarse de una siesta de tinto alarmado por la castración de su repertorio. Estaba dándose la cabeza contra La Puerta de Alcalá y ni Ana Belén ni Víctor Manuel lograban consolarlo.
—Es grave, Joaquín, esto es grave.
—Ya lo creo. Tuve la tentación de meterme en ese lecho de Baco que el bueno de Daniel dejó tibio, pero muy a mi pesar he morigerado algunas costumbres.
—Me refería a otra cosa, a los daños irreparables que ha provocado la imprudencia de su amiguito.
Ma’sí. Yo le meto un piñón a este tipo. Me tiene harto. Y encima ese tonito.
—Ni se te ocurra, Martín.
El gallego es brujo. Se me pone la piel de gallina.
—Aquí nadie agrede a nadie. Vuestra acción es irreprochable, oficial. Es bueno que alguien vele por la salud de las canciones. Que proteja las estrofas y los acordes. Que vigile a la música. Pero le ruego que se olvide de esa infracción, que no lo detenga porque él no ha proferido una infracción por malo sino por asno.
Tomá. Más asno será tu abuelo —le dio una patada instintiva por lo bajo mientras pergeñaba desquitarse de lo que consideraba una agresión cobarde—.
-¡No me patees los tobillos, Martín! ¡Joder! No te hagas el vivo porque ahí nadie va a mostrarte tarjetas amarillas. Quédate quieto, no seas gilipollas. Le decía, agente, que me haga el favor de omitir esta pena. Si quiere, a cambio, podría darle alguna tarea comunitaria que me esmeraré que cumpla a pie juntillas.
—Está bien, si usted se encarga de que el señor Palermo pague su culpa, haga de cuenta que acá no ha existido ninguna contravención. Aquí tiene. Esta es la pelota, Serrat no tiene inconvenientes de prestarla otro rato. Para su tarea comunitaria, digo.
—¿Qué se supone que tengo que hacer con esta pelota?
—Mire, ¿ve allá, allá arriba…?
—Sí. Veo.
—Bueno, ahí están todas las canciones de Christian Castro. No se reprima. Péguele fuerte. Apunte y haga blanco. Déle duro. Háganos ese favor. Millones de mortales le estarán agradecidos.
—Gracias, oficial. Estimo su comprensión. Que Dios lo acoja, vaya tranquilo.
—Qué van a decir mis admiradoras… A algunas les gusta el mexicano.
—Cumple la pena. Y apuntale bien que tú también tienes tu waterloo: como degustador del fútbol no puedo olvidarme aquella tarde en que marraste tres penales con la camiseta Argentina.
—Encima me tengo qué comer un gaste.
—Es una broma, amigo. No te enfades. Ponte este bombín que te he traído. Y esta remera de rayas. No es bueno que te vean aquí ataviado de futbolista, te van a reconocer fácilmente y no quiero que nadie os robe el privilegio de haber sido el compositor que te hizo debutar en éste campo de juego mullido y mágico que son las canciones. Vamos, no te demores. Fuerte y si quieres de puntín, que tenemos mucho qué hacer.
—Está bien, le doy. Pero no me andes dando indicaciones que yo no me meto ni con tu garganta ni con tus letras y no es culpa mía que esté acá, vos me metiste de forma ¿inconsulta se dice?
—Pégale, fuerte, y ya cálmate. Mira que he hecho la vista gorda pero sé perfectamente lo que has hecho con el traste de Paula. Si te he inmortalizado allí no es para que andes manoseando a mis amores imposibles.
—Quedate tranquilo, gaita. Está bien. Le doy. Hacela picar.
—Ahí la tienes, mira como bota… No me ojees con esa cara de renacuajo degollado, bota con “b” larga, no es que la pelota va a participar de algún comicio… Digo que está picando, no te demores que tenemos mucho por hacer.
Libre por primera vez de pensamientos. Martín Palermo la calzó de lleno, con todo su pie izquierdo. La pelota salió eyectada como por un cañón con rudeza de proyectil. La buena puntería de sus tardes goleadoras se puso de manifiesto y el balón, luego de incrustarse en la segunda estrofa de “Azul”, en efecto dominó, abolló enterito el repertorio del azteca. Joaquín Sabina estrenó una sonrisa mefistofélica que aún llevaba envuelta en el papel celofán, con motivos de tridentes y hogueras, con que el diablo embala sus obsequios. Mientras que la pelota, de rebote, le sacó limpito el sombrero al platinado.
—Tarea cumplida, Martín. Vamos a por culo, ahora tenemos 19 días y 500 noches para llevar adelante la conjura.
—¿Qué?
—¡Tengo que traducirte el español, hombre! Tú has hecho una maravilla… Me he hecho el exasperado pura y exclusivamente para librarnos de la presencia policíaca. Has expresado tu rebeldía en este universo del cancionero que a veces es muy laxo y aburguesado. Se amotina en bateas de disquerías y ya no hay quien las mueva. Ni las grabaciones piratas o las copias ilegales bastan para mover el avispero. Digo que tú has hecho una trasgresión: con tu pelotazo detuviste el reloj. Y hasta que lo arreglen, que a Cantoral se le vaya la depresión, tenemos un espacio de por lo menos 19 días y 500 noches, aunque no haya reloj que marque el tiempo, para manejarnos sin parámetros temporales. Digo, joder, que este es un espacio propicio para movernos para atrás y para adelante. Tú tienes que ayudarme a pelear por una causa perdida.
—¿Algo que ver con Bianchi en el Atlético de Madrid?
—Deja al Atleti para otro momento que ya me la doy de coscorrones. El diario hoy no hablaba de ti ni de mí, así que escapemos, no tenemos obligaciones en lo inmediato. Ni partidos programados ni conciertos por venir. Ninguna responsabilidad subrayada en la agenda por hoy. Emprendamos la fuga hacia un espacio que bajo el imperio del reloj no puedo frecuentar si no es con mi memoria. Vamos a retornar a mis catorce años.
—¿A los catorce? Esto es como el túnel del tiempo…
—Más o menos. Algo así. Date prisa. Ya están arribando los reyes.
—¿Qué reyes?
—Los Reyes Magos. Apuesto a que el bueno de Melchor ha apartado para mí una guitarra.
—¿Y a mí que me trajeron?
—No sabían que ibas a estar en Úbeda.
—¿Úbeda?
—Nada que ver con tu marcador, ese al que bautizaron Sifón y suele desempeñarse con la chaquetilla de Racing. Hablo de mi patria chica. ¿Y tú cómo pretendes que los reyes te tuvieran en cuenta? Apenas son magos de nombre, Martín. Confórmate con dejarle algo del pasto que llevas bajo la suela de tus botines para los camellos.
—Hablando de camellos, me jorobaste… No sé si lo agarraste…
—Sí, pero es mal chiste. Partimos, Martín, ajústate los sueños, tenemos mucho por asir. Entonces era un muchacho terminado a mano: me dedicaba ostensiblemente al noble y furtivo arte de la masturbación. Y ocupaba el resto de las horas en que no estaba abrazado a mi guitarra en pensar en mi vecina, la rubia de al lado… Por ella volvemos atrás, para eso te llevo conmigo.
—Para que conozca a la rubia. Debe estar buenísima.
—Lo está, ¿no ves que no la he olvidado? Pero no te pido que me acompañes con ese fin exactamente. Te llevo conmigo porque tiene un novio, un terrible mastodonte, un morocho con cara de pocos amigos. Jugador de baloncesto para más datos.
—¡Ahhh, ¿me querés usar como guardaespaldas?! ¿Lo que ambicionás es que te defienda si el novio de tu vecina te está por romper la nariz?,
—Cuando quieres, eres perspicaz, hombre. Pero nunca te olvides que tú ya tienes lo tuyo. ¿Quién es el que está ahí, a versos de Paulita, con sus veinte años cosidos a retazos, cuando la diosa de los vientos, remonta los pliegues de su pollera, eh? ¿Quién? Tú, eres tú, lujurioso. Casi casi te podría decir que tienes canción y si bien podía haberte mezclado con alguna otra guarrita también, del mismo modo, por un azar, podrías haber caído en un verso con Chavela Vargas. La hubieras pasado de puta madre, se te hubiera henchido el alma, hubieras bebido bien bebido y fumado más que un murciélago, pero no creo que eso hubiese sido conveniente para tu carrera deportiva. Y ni más está decir que el culo de Chavela no es de tu target. Manos a la obra, Martín, no gastemos palabras que debemos correr sobre ellas y en varios tramos tendrás que cargarme a babucha porque si bien ya no cometo aquellos excesos, como verás, mi físico no es el de un decatlonista.
Con alguna reminiscencia del dibujo que precedía el inicio de Batman y Robin, la serie, ese fondo de títulos en que los paladines corrían hacia el público, esta pareja con mucho de Quijote y Sancho, emprenden su marcha. Avanzan. Aunque por momentos la carrera parece propinarse sobre una cinta y que a sus costados lo que transcurre es un sinfín de notas musicales y de imágenes.
Hay una mujer en la penumbra de una metáfora. Su silueta es una tentación para los labios. Martín Palermo, con un freno que le hubiera valido para descaderar a más de un cancerbero, detuvo abruptamente su pique.
—No te pongas la servilleta en el cuello, chaval. Esa chica tiene dueño.
—Está sola, Joaquín, no seas ortiva. Mirá lo que es… ¿Cómo te llamás, mi vida?
—No seas impertinente. No te va a responder si eres tan primario. Es la mujer de un amigo, de Miguelito Cantilo. Se llama Catalina Bahía.
El reto tuvo efecto castrador y el número nueve interpretó que seguir adelante era lo más conveniente. Con su tranco largo comenzó a aventajar al poeta, quien sudaba algunas melodías inolvidables. En un tramo del camino, el rubio platino giró su arma letal, esa baliza de cabecear balones, y recogió a Joaquín con una pregunta.
—¿Falta mucho?
—Falta lo que uno tarda en resolver asignaturas pendientes.
A un lado, un hombre, sentado, era la consumación de la congoja. Sollozaba con la cabeza metida entre las rodillas. Con su rostro oculto.
—¿Qué le pasa? ¿Quién es?
—¿No lo conoces? Perdóname pero no puedo permitir que te acerques a él. Está muy deprimido. Y un poco paranoico, qué va. Es el hombre del traje gris.
—Sí, lo conozco. Esa canción la llevo clavada acá, como en un walkman invisible. Llora porque le robaron el mes de abril.
—No, Martín, ese es un asunto asumido. Este tío está desconsolado porque le han robado otros meses. Y no sabe cuántos porque también le han sustraído su sucio almanaque de bolsillo, así que le es imposible tipificar el delito.
—¿Tiene alguna sospecha?
—No me gusta ser batidor, y esto lo aprendí de ustedes, yo también soy un tango. Sólo accederé a decirte que por aquí anduvieron los hits de Los Pibes Chorros, así que figúrate.
—¿Para dónde vamos?
—Deja que tu corazón sea la brújula. Este es un parnaso sin carteles indicadores… Nos daremos cuenta cuando arribemos a mi calle, calle melancolía.
—En el número siete.
—Exactamente, como el Mellizo Guillermo. Dime, a ti, si pudieras permutar tu vida por otra, ¿qué te gustaría ser?
—No tengo dudas. Y esto lo aprendí escuchándote, gallego. Me gustaría ser un pirata cojo.
—Bravo, esa es una licencia que me puedo permitir. No corramos más, ven, aquí esta media cáscara de nuez con sólo desearlo se transforma en buque pirata… Ahí está, ahora puedes ser un viejo truhán, el capitán de esta embarcación… Iza la bandera. Lleva las tibias de dos marcadores centrales de River, Amelli y Tuzzio, y una calavera de un cabeceador rudo que chocó contigo. Imaginate la testa de un Trotta o un Celso Ayala, ¿te place? Ponte el parche en el ojo…
—No sigas, la pata de palo ya la tengo: la derecha.
—Bravo, Martín, pon proa a mis catorce años. Debemos estar cerca porque ya me han comenzado a aflorar estos insidiosos granitos que me hicieron odiar a todos los espejos. Yo era el patito feo.
El agua embravecida se arremolina a trescientos pies de esa costa cuando el navío trasciende la poética de Donald. Las olas y el viento se sulfuran a la altura de esa boya que aporta la cadencia de la mar estaba serena, serena estaba la mar, trayendo un respiro. Lito Nebbia se asoma a un puerto y le pide al viento que le hable al oído de la lluvia para que tenga clemencia y no dificulte la travesía. En el bergantín aparece un lorito. Lleva un pin en el plumaje de su pecho con el rostro del Nano Serrat. Y trepado al hombro de Palermo le habla obscenidades en francés. El ídolo boquense se aferra al timón como si fuese la Copa Libertadores y Sabina se queda colgado con su cabeza apoyada en el hombro de la luna.
Una presencia extraña emerge de las aguas. El goleador pirata se sobresalta.
—¡Una raya!
—No me tientes, hace mil que no me meto una raya.
—¡En el agua, un bicho raro!
—No te alteres, es Juan Luis Guerra que se volvió religioso y de tanto pedir eso de quisiera ser un pez, lo logró. Ahora vive en las profundidades y más de una vez lo han confundido con un bagre por aquello de los bigotes tupidos de ese tipo de piezas acuáticas. Lo otro, lo que viene detrás es una merluza que acaba de engullirse como postre a la langosta de Rubén Mattos. La alcanzó estresada después de tantos años a los saltos.
—A Guerra se le cumplirán todos los milagros por los que oró.
—Mal que le pese a Luisito Palau, espero que no. Pero por las dudas siempre voy por la vida con un pocillo: haber si comienza a llover café.
Desde la costa, un reflejo de la luz lunar proyecta una imagen celeste. Con el ceño fruncido, Palermo trató de hacer foco hasta que en un arreglo oscuro de un blues, el brillo se atemperó permitiéndole al comandante observar la figura con más claridad.
—¿Tenés cómo comunicarte con Silvio Rodríguez?
—Claro, es muy simple. Basta con poner la sensibilidad de manifiesto, es todo lo que tienes que discar para hablar con él, ¿por?
—Para avisarle, mirá, acabamos de encontrar al unicornio azul.
—No digas esa boca es mía, has la vista gorda… ¿Qué es lo que tú pretendes? ¿Arruinarle el yeite? El no lo quiere encontrar, no es su anhelo. La poética se nutre de derrotas, debes saberlo. El fútbol es distinto. Si un equipo se nutre de pérdidas, al entrenador lo sacan de la estratosfera de un soberano puntapiés en el tujes. En cambio los románticos nos alimentamos de los desencuentros y los desengaños. ¿Entiendes?
—Más o menos. No puedo sacarle una foto para mostrárselo a los muchachos. En una concentración Schiavi me porfiaba que el unicornio era la marca de un jean.
—Nada de fotos, ni lo intentes. Las metáforas son inapreciables. Cobran vida y se corporizan en el sentimiento de quiénes llegan a disfrutarlas. Son un alimento para el espíritu. Tú también, hablar de jean que siempre me suena a gin, con la sed qué hace.
Como en la conclusión de un sueño, la embarcación se desintegró sin dejar huellas de su existencia. Ambos, de pronto, con la respiración un tanto sobresaltada como toda mella del viaje, se vieron dentro de la habitación adolescente de Joaquín Sabina. El loro se transformó en camello y de su lomo saltó, atlético, Melchor. Baltasar sonreía desde un villancico con un aire gardeleano, mientras que Gaspar brillaba por su ausencia. Se sospecha que Pedro Navaja lo alcanzó en un callejón, por la espalda, enfadado porque en su bolsa no había cargado la muñeca inflable que le solicitó en una misiva escrita con sangre de una amante que le hablaba demasiado.
En un chasquido de dedos, el incrédulo españolito que palpaba la nada, se reencontró con la primera guitarra de su vida. Se la llevó al pecho. La abrazó con ternura y los ojos en postigo clausurado le permitieron recuperar una ilusión en forma de suspiro.
Martín Palermo contempló la liturgia sin alcanzar a alimentar al camello con una mata de pasto que llevaba adherida entre dos tapones de sus botines. Era el único testigo. Antes de que pudiese arriesgar cualquier movimiento ya habían quedado a solas. Como dos amigos que comparten un momento íntimo. Privado.
Respetó esa comunión. Ese baile lento de Joaquín con su guitarra. Hasta que el torero de alegorías con físico de faquir, abrió sus párpados y dejó que sus ojos fueran una emoción titilante.
La chica de al lado se asomó a un balcón que le daba a Sabina, al adolescente Sabina justo en el alma. La boca carmesí como un volcán a punto de entrar en erupción encerraba todos los besos que el ateo le imploró a Dios y nunca le llegó a dar. Besos que dibujó en los márgenes de un viejo cuaderno perfumado por la sensualidad fantástica que Marilyn le provocaba desde la pantalla del Ideal Cinema. El que siempre fue un escéptico, aún antes de ser discípulo de Quevedo, creía que algún día esos labios cobrarían vida fuera del celuloide y estrenarían su enjuta hombría. La vecinita, de algún modo, con su escote sugestivo y premeditadamente entreabierto, cargaba con esa cruz. Ser una Monroe de carne y hueso. Tan a mano y tan distante como la diva sensual. Ahora mismo, los pechos se le pavonean dentro de la blusa como dos amantes apasionados por llevar a cabo todas las poses del kamasutra en cámara lenta. Con esa cadencia de súper low motion que la hace irresistible.
Palermo percibió el clima pero no por aguafiestas, preferentemente por entusiasta, al tenerlo ahí a su trovador con esa arma de disparar poesías en su mano, lo distrajo y le pidió en una actitud que no deja de ser cholula, que le cantase algo.
El tramposo sin humores de tahúr y sin poder negarse, de paso la puesta oficiaría de improvisada serenata para la niña de los cabellos de oro y todo el sexo por delante, punteó los acordes del clásico de Antonio Prieto. Cuando Joaquín comenzó a canturrear aquello de “Blanca y radiante, va la novia” el futbolista se sintió ironizado. Pensó en mandarlo a fregar platos pero se reprimió porque en un rápido planteo y desenlace mental supuso que ese era un tema que conmocionaría a la muchacha, la que dedujo fanática del chileno.
Sabina que notó la molestia del grandote, le dio excusas.
—No me estoy burlando de ti, Martín… Qué va. Este era el tema que tocaba incesantemente cuando era un chavalito y recién comenzaba a rasgar la guitarra. ¿Y qué tal?
—Me parece una canción de mierda.
—Qué bocaza, goleador, te hablo de ella, que te pareció ella.
—Está terrible.
—Bien perrita, ¿no? Ahora comprendo porque yo tenía tanta afición masturbatoria. Entre mi heroína pared de por medio y las mujeres fatales del cinemascope... Recordaba la situación un poco más romántica. No tenía presente que me pusiera tan cachondo.
—No me estarás jodiendo, ¿no? ¿De verdad te gustaba Prieto?
—Claro que sí, que va, es un prócer… Después armé un trío y me metí en otro rollo, hacíamos los covers de los rockers a la española, como mis ídolos, El Dúo Dinámico. Pero esto me acerca a un primer amor que me dejó bellas cicatrices, a Chispa. Y hasta aquí te he traído para suturar otros cortes, aberrantes, hondos, dolorosos… Los que me produjo mi vecinita. ¿Qué hago?
—Te hago pie. Trepate, trepate, vení, subitele a la ventana y comele la boca. No se va a negar.
—Eso sí que me gusta. Buena idea, ser un poco Romeo. ¡Vamos, hazme sillita, que te doy el pie!
Como un resorte gigantesco, el envión que Martín Palermo le dio a la anatomía ingrávida del enamorado un impulso desmedido. Sabina superó los límites del ventanal cosa que la vecina observó sin saber muy bien que clase de pájaro era ese objeto tísico que pasó a toda velocidad por su balcón. La ley de gravedad que es implacable hasta con una pluma hizo que el paracaidista amputado cayera de manera vaporosa sobre ella. Claro que antes que pudiese concluir el clavado con la somera intención de hacer blanco entre esos dos morros sedientos, apareció el novio. El grandote, con sus manos eternas de dedos rústicos, lo empalmó como si fuese una mosca y no lo dejó estampado contra una pared porque Palermo, que en algunos partidos de entrenamiento va al arco, lo atajó en una intervención arrojada.
El basquetbolista, como un tigre, saltó con sed de comerle la yugular al cantante mientras la rubia no podía repeler sus ataques de histeria repletos de gritos. Martín tomó de una pierna a Sabina y lo movió justo, cuando el mastodonte se proyectaba como una sombra en caída libre. El acertado reflejo del atacante hizo que el agresor se diera contra el respaldo de la cama. El golpe, en el mentón, lo dejó aturdido pero el camastro sucumbió al terremoto y las cuatro patas del lecho cedieron simultáneamente decretando el derrumbe.
—Este tío me ha cortado las orejas. Más que nada, si no podía hacerle el amor a ella lo que quería era reconstruir su cara, la cara de este torpe para ver si ya me había vengado de él. Me ha pasado muchas veces que esas muchachas que me habían ignorado, años más tarde, hayan pagado para escucharme en un recital. Y que cuando sus estúpidos galanes tuvieron una pequeña distracción, ellas me guiñaron un ojo y me tiraron un beso. Esa ha sido mi venganza contra estos guapos y con esas tías indiferentes en mi juventud. Pero créeme que ahora que los miro bien, ellos nunca estuvieron en uno de mis conciertos. Jamás pude devolverle la gentileza. ¡Uy, está volviendo en sí! ¡Morir así, a los catorce, y a manos de una bestia burguesa hincha del Real Madrid!
El jugador de Boca que inspiró algunas estrofas mágicas del español, sintió que era la oportunidad de devolver el tributo. Notó que el enfurecido estaba para pelearse contra un ejército y antes de que pudiese recobrar totalmente la vertical, apremiado, encontró una idea devastadora.
—¿Joaquín, vos dijiste que este tipo es hincha del Real?
—Así, es. Eso lo recuerdo perfectamente. Por eso también le tenía bronca.
—Fenómeno.
—¿Fenómeno? No seas golfo.
—Digo que es fenómeno, tengo un plan. Si el reloj está detenido aún, esto significa que yo también puedo en este universo de canciones permitirme una remembranza, volver atrás en mi carrera.
—En efecto. Tengo papel y lápiz… Te puedo llevar adonde quieras. Podemos hacer lo que digas pero no te entiendo…
—Claro, es simple, si es así podría regresar por un momento a ser jugador del Villarreal en un partido contra el Real Madrid, en el Bernabeú. No creo que al Ingeniero Pellegrini se le dé por romper el hechizo con lo que amaste a su compatriota, Antonio Prieto. Ahora que ahí está Román, que también es sabinista de la primera hora, podemos juntarnos y vengarnos de él, de este energúmeno ganándole el cotejo que los deje sin aspiraciones en La Liga.
—¡Eso sí que es pensar en grande! ¡Por algo te pedí auxilio! Sabía que podía contar contigo para no volver con la frente marchita al hoy. Pero apúrate, puedo atisbar que Cantoral se ha comprado un manual de relojería y está tratando por todos los medios de hacer que el tiempo vuelva a disparar.
—Eso sí que no lo entiendo. Este tipo y todos los cantantes de bolero se gastaron un repertorio pidiéndole al reloj que detenga las horas y cuando eso sucede no desean otra cosa más que las agujas vuelvan a girar…
—Es como lo del unicornio, Martín. Necesitamos perder para ganar. La poesía es una religión de antihéroes… Pero de prisa, toma, ponte esta cinta de capitán.
—¿Qué es?
—Está al revés. Es el brazalete que me regaló Charly García: Say no More. Así, del derecho… Ahí está, bien bonito y gallardo.
Con la caligrafía de un hombre que puede ser aplastado por un elefante que se le desploma encima, Joaquín Sabina armó una formación de rimas y redactó la declaración de ingreso al milagro. Estaban el Real Madrid y el Villarreal, frente a frente. Con el Bernabeú colmado y un rumor in crescendo que situaba las acciones en tiempo de descuento. Alguien comentó que el enfrentamiento estaba cero a cero. Quedaban segundos y el empate era suficiente para que los merengues accedieran una vez más a las comarcas triunfalistas. Los integrantes del Submarino Amarillo no cruzaban la mitad de la cancha. Sabina hizo un avioncito con una partitura y Paul Mc Cartney desde un estudio intergaláctico comenzó a cantar Yelow Submarine. La versión se transformó en una marcha tonificante y Juan Román Riquelme empezó a pisar una pelota a metros de la puerta de su área. Rodeado por Raúl y Ronaldo, salió del asedio arrastrando el balón hacia atrás y cuando ambos lo acecharon, los burló golpeándolo de taco. Levantó la cabeza a cinco metros del círculo central y sacó un pase alto, llovido, en forma de globo. Martín Palermo sorprendió a propios y extraños con su aparición, vestido de amarillo, nuevamente en el ataque canario. La pelota le cayó estando de espaldas al arco de Casillas, totalmente vallado por la presión cuerpo a cuerpo de Fernando Hierro reciclado desde su épica, Pavón y un alterado Roberto Carlos al ser confundido en esa vorágine de brisas cancionistas por su homónimo, el intérprete. Los tres progresaron en una certera coreografía asesina justo cuando el colegiado se llevó el silbato a la boca porque nada podía suceder. Pero le quedaba un estribillo en la garganta al arrinconado artillero que, así, como venía, se tiró hacia delante y capturó la esfera antes de que se transformara en una anécdota. El disparo, ejecutado en una chilena tan extraordinaria que hizo pensar que Palermo a la altura del ombligo poseía oculta una bisagra constrictora, voló como un meteorito, pegó en la intersección del travesaño y el palo izquierdo, picó en la línea, volvió a dar contra el travesaño y se convirtió en gol al rebotar en la segunda ocasión dentro del arco.
Martín Palermo comenzó a dar la vuelta olímpica en derredor de la cama en el cuarto infante de Sabina, mientras que el basquetbolista sin consuelo, cesó en sus ansias matadoras abrumado por un ataque de llanto. Tan copioso y tan profuso que terminó por taparlo y desnudó otro talón de Aquiles del gigante: no sabía nadar.
Joaquín de un salto trepó a los hombros del héroe inaugurando una agilidad dada por el vigor que le propinó su alarido desaforado de celebración.
En ese instante, en que haberse vengado del morocho era todo un síntoma de placer, una imagen lo puso alerta. Su vecina desde el balcón le regaló un guiño y en una serie de contoneos de aspirante de night club, comenzó a sacarse lentamente la camisa. El profanador de su pasado de derrotas se ruborizó de catorce años y se dejó apretujar por una excitación nueva. Cuando ella pareció ofrecerles sus pechos a los ángeles del pecado, Joaquín advirtió que no estaba desnuda. Que en la piel llevaba dibujados los bastones rojos y blancos de la casaca del Atlético de Madrid y sintió un motivo más para llevarla a la cama. La hazaña tenía un sabor futbolero, la Marilyn Monroe de acá al lado también tenía ganas de desatar una conjura contra ese novio poderoso y absolutista que por franquista, por celoso y por machista en más de una ocasión la había transfigurado en una lágrima. Estiró sus brazos y en un pase de hada, lo llevó hasta sus entrañas.
—Haz de mis bragas la portería del Madrid. Goleame de romanticismo que hoy por ti y por el Atleti soy capaz de morder todas las manzanas. Arrancame la hoja del pecado con los dientes, soy tu Eva, te amo más que a mis ojos por devolverme mi juventud.
Cayeron enredados en el interior de la pasión. El ventanal se cerró acompañado por un flamear de viejos cortinados. De pronto, una de las hojas volvió a abrirse. De ella salió una mano con fragancias de buceador de tesoros vaginales que con preciso golpe de muñeca arrojó a Martín una inmaculada bombacha de encaje blanco. En ella y con rouge, Joaquín Sabina loco de la vida, a punto de saciar su sed de asignaturas pendientes, le regaló algunos versos. A Palermo no le costó montarlos sobre una melodía del iconoclasta que conocía de memoria.

Pongamos que hablo de Martín

Allí donde se cruzan los destinos,
donde lo imposible se puede concebir,
vengó mi pasado el rubio platino…
Pongamos que hablo de Martín.

Donde se puede viajar con las canciones,
fuiste más certero que el propio Dominguín,
desnudaste a mi amada con uno de tus goles…
Pongamos que hablo de Martín.

A tu lado regresé a un pasado guitarrero,
fuimos tripulantes de un sueño bergantín,
convertiste en un llanto al pendenciero…
Pongamos que hablo de Martín.

Al amparo de tu atlética pirueta,
dejé deseos postergados en el viejo Chamartín,
defendiste con honor mi camiseta…
Pongamos que hablo de Martín.

Cuando la muerte venga a visitarme,
cuentale que mi vecina tiene el pubis de jazmín,
lo supe ahora que volviste a ilusionarme.
Pongamos que hablo de Martín.

Si rescato en mi prehistoria otra tía,
que no haya escrito en mi piel un folletín,
te aseguro que volveré a convocar tu valentía.
Pongamos que hablo de Martín.

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