sábado, 9 de octubre de 2010

ATATE LOS CORDONES


Hace rato que dejé el berretín de tomar la kriptonita. La capa está doblada en el ropero a la espera de mejores causas o un baile de disfraces. Será porque ya no soy Superman que la noticia del nuevo ataque cerebral de Carlín Calvo me asestó en la punta de la pera y sin mayor literatura me caí de traste, hacia adentro, al depósito de los tesoros sensitivos que se usan menos. Esos capítulos siempre tibios donde a las telarañas se les corre el punto.
La noticia tiene una burla cruel y una prosa médica corriendo del centro del escena al verdugo informático que dio vuelta las barajas.
Cualquier cosa que reciten los galenos me sonará insatisfactoria porque su historia clínica no encaja en ninguna cronología lógica. Los que lo conocemos sabemos que sus patologías se escapan de los manuales. Son achaques, neuras, reflujos que supo estrenar cuando colgado del vagón del tren bala de la fama el galán de esquina se enmadejó con las reverberancias del personaje que era tan él y tan ajeno. No tienen cura, no necesita remedios, aunque su impericia para los confites y su hipocondría se sentaran a charlar en el umbral y muchas veces comiera fármacos como un simio goloso.
Pude trabajar con él un poco más de siete años levantando la hipoteca sentimental que firmé cuando lo descubrí en los días de la escuela y tomé el ideario de sus exhortaciones cancheras como una hoja de vuelo: mi vicio adolescente bailaba en su santísima trinidad de holgazanería, las minas y los muchachos.
De algún modo, lo supo siempre, también fue una musa rara para decidirme a ser profesional como actor y dejar atrás los mandatos del pago y los escenarios improvisados. Una referencia improbable porque su estilo como sus enfermedades no tienen parangón ni registros. Afina el instrumento para la comedia tocando con los pies, conoce todo y cada uno de los sonidos, sus vericuetos y sus mañas, pero lo aborda como los maestros no lo entienden.
En el escenario y en nuestra vida de giras siempre fue una exigencia, un gran desconfiado, amoroso e incandescente, por momentos cercano y de a ratos ausente y lejano, con risa fácil, con risa franca llovida de lagrimitas, con ímpetu para convertirse en el centro de las bromas y asumir sin culpa el rol del salame del sandwich acostándose de cúbito dorsal sobre los panes de la mística del grupo.
Una vez, en los años de Taxi 1, con Fabián Gianola, descubrimos en medio de una escena que sus zapatos naúticos estaban desatados. Nuestros ojos supieron a desesperación, sin abandonar el texto entendimos que la carrerita que debía hacer Carlín en diagonal dentro de la escenografía, escaleras mediante, podía terminar en un porrazo. Los dos al unísono sin dejar de actuar nos quedamos perplejos y pensamos artilugios. Coincidimos en señalarle enfáticamente con nuestras miradas sus pies para que notara el problema y no corriera. Si caía en ese momento hubiesemos estado en problemas, en sus tiempos de Tótem, pesa más de cien y su imposibilidad para poner las manos como resguardo era una amenaza. El juego de ojos desesperados llevó su mensaje y Carlos eligió bajarse del personaje, caminar hacia una silla como si estuviese en el patio de su vieja casa en Padua y ponerse vanamente a tratar de atar esos cordones cuadrados. El otro ataque cabrón no le permitía siquiera cumplir con ese ejercicio cotidiano, una de sus piernas estaba rígida, tanto como una de sus manos y esa era tarea de sus asistentes. La escena fue digna del mejor cine mudo, sus saltitos, sentado, tratando de apresar con un lazo una estrella, valieron una entrada aparte y nos tentaron como nos tentamos los actores, interiormente. Como pudimos llevamos la rienda de ese fragmento que me tocaba rematar con un chiste hacia el mutis. Al rato por la misma puerta salía Carlín quien comenzó a gritarme algo inteligible. Pensé en qué macana pude haberme mandado. La situación se repitió varias veces durante esa función y en cuatro o cinco restantes. La verdad es que me costó entender que era lo que me decía, mordido y alocado, con la cabecita como perrito de parabrisas frenético enfatizando sus dichos borrosos.
Tras la duda y la sensación de haber cometido un error que no pude apreciar, rescaté.
-Te cagué, te cagué, te cagué, cagué, cagué, cagué...
A su manera, quería decirme, fiel a los preceptos del género que conoce sin saltearse una página, que haber generado una contra acción y haber desviado la mirada, me ocasionó un perjuicio. Me pedía disculpas por ensuciar un instante al que podía sacarle el jugo. De verdad, eso no pasó, con Fabián vivimos un episodio de los que el público no participa, de los que la gente no se entera, y la situación fluyó sin problemas más allá y más acá de nuestra preocupada diversión. La risa estuvo donde tenía que estar pero no es moneda corriente, ni habitual, ni obligatorio, que un as, un convocante, alguien que corta entradas, se ocupe del destino de un actor del reparto, un partiquino. Gestos como este tuvo muchos.
De esas cosas, Carlín, tampoco se curará.
Andá Carlos, andá y atate los cordones.

3 comentarios:

  1. Ahora lo que pasó con Calvo va a cambiar las lecturas del post, puchadigo...

    ResponderEliminar
  2. No entendí, maestro. El blog sigue adelante, hoy mismo subí varias posteos y un audio. Si era eso...

    ResponderEliminar
  3. Es cierto, no se entiende, se ve que mi cerebro iba por un lado y mis dedos tecleaban por el otro... (memo: no comentar a las 3 menos 25 de la madrugada)
    ;)
    Un abrazo

    ResponderEliminar