(...) Lejos de ser inauditos íbamos a hacer con unos actores amigos una obra con las peripecias de los muchachos de El Cairo y a mí se me ocurrió transformar parte de su narrativa en una pieza teatral de ¡cuatro actos!
Trató de desalentarme. No por egoísmo. Su generosidad justamente era prevenirme de los riesgos que podía ofrecerme la causa.
-Una vez me encontré con un vendedor de garrapiñadas –me aleccionó con un ejemplo-. El tipo se me vino encima y me dio un abrazo. Me pareció exagerado porque sólo pensaba comprarle un paquetito. “¡Maestro! Usted Fontanarrosa no se da una idea de cómo lo quiero… Yo soy actor, hice una obra suya y no se da una idea lo bien que me fue. ¡Fue un éxito!” No le contesté nada, lo miré de arriba abajo, vi las garrapiñadas y pensé: “Menos mal que fue un éxito”.
Rápidamente y sin leer la adaptación asumió la molestia de llamar a la oficina de Argentores y pocos minutos después me comunicaron que los derechos estaban otorgados. Nos inmolamos con la idea pero ninguna responsabilidad puedo atribuirle. Cedió sus regalías y se comportó con esa hidalguía que lo rebalsaba.
Para colmo, le conté que era hincha de Cañuelas y me auguró un futuro de estampita. Me creía un mártir. Como toda reflexión, le regalé un breviario. Le comenté que debía ser record Guinness en realización de prólogos. Que ya podía presumir de una colección más abultada que las obras completas de Borges tan sólo con encuadernar sus incontables prefacios. Esa leve ocurrencia corrió algún que otro cortinado(...)
(fragmento de Lo tengo en la punta de la oreja, texto incluido en el homenaje a Roberto Fontanarrosa: La hinchada te saluda, editorial Ross)
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