!Qué lindo volver a ver al Zoilo Horovitz corriendo con su cámara!(tweet de Daniel Arcucci, tras ver en pantalla a este querido reportero en un programa homenaje a Argentina '86. A las pocas horas de su deceso, oportunamente, le escribí estas líneas: vaya como un homenaje también para otros grandes reporteros gráficos capaces de hacernos vivir los mundiales a través de su lente)
El invierno tenía las crudezas de entonces y sin embargo él transpiraba.
Transpiraba con desmesura, con una emergencia de sudor que se transformaba en charcos sobre la camisa que lo despegaba clara y rotundamente de los cuerpos trémulos enfundados en sobretodos y repletos de pulóveres, un extremismo sudorípero que lo hacía único por desabrigado y transpireta. Y ese rasgo traspasaba la geografía incómoda del lamparón copioso sobre la tela para manifestarse con gotas gordas y generosas también sobre su cara de perro bueno acumulándose en la exclusa de su bigote curvo hasta volvérselo más oscuro.
Para mí, que lo amaba desde mis retinas, por cristalizar sin quitarles ni un ápice de vida a las musculaturas en tránsito del juego a la heroicidad de los futbolistas que me elegían en el pan y queso desde las páginas de El Gráfico, salir con él en una misión plenipotenciaria tenía el sabor de la hazaña mucho antes de que esta pudiera ponerse en marcha. Encima, era un compañero sencillo y afectuoso, que te salpicaba con su sudoración empedernida porque era dilecto y dueño de una bonhomía que justificaba a su apodo por modo campechano y su entrega sin reticencias de afecto. El ámbito de sus miedos y sus paranoias no se suscribían en el cuerpo a cuerpo, en la vinculación amistosa para asumir un desafío.
Entonces me tocó radiografiar y retratar a Joan Manuel Serrat. Seguirlo junto al Zoilo Horovitz en una gira por varios rincones de la geografía argentina para ofrecer su intimidad y aspectos trascendentes de su personalidad. Era una empresa compleja porque no podía ser agnóstico ante ese catalán que me condicionaba con su poesía y me dejaba muy expuesto entre mi admiración y el cometido para el cual había sido contratado. Sospecho que de no haber tenido ese compañero de ruta, ese Sancho sudador en la quimera, hubiera vuelto a casa tarareando Aquellas pequeñas cosas con las alforjas vacías. Pero él era, además de un magnífico reportero gráfico capaz de darle sentido a mis palabras incompetentes con sus tomas únicas, una credencial de jerarquía. Por haber sido, entre otras cosas, el fotógrafo exclusivo de Les Luthiers, Serrat nos permitió corretear dentro de su aura ofreciéndose con la guardia baja. Fue una deferencia con el Zoilo que me benefició directamente y que fue coronada por una anécdota que permitió descubrir al Nano más humano, cabrón y vulnerable.
Nuestro periplo culminaba en una foto. El Gran Rex colmado y el Gran Transpirador a las espaldas del juglar para inmortalizar la imagen de Serrat abrazando a un público traspasado por la emoción. Todo salió perfecto y, evidentemente, la genialidad de Zoilo quedó plasmada en un gatillar divino. Al otro día, con la gigantografía de esa toma impresa como regalo para Serrat como agradecimiento, vivimos la única situación que nos empujó a la cornisa del abismo.
El Nano se puso pálido y sus labios se tornaron lívidos, amagó trastabillar por un vahído y se repuso con una inyección de sangre que le estalló en el fondo de sus ojos. Se apartó de nosotros y supimos en ese preciso instante que algo malo que no llegábamos a determinar, acontecía. Zoilo abrió grifos suplementarios y en pocos segundos parecía salido de una ducha mientras que yo suspendí la respiración voluntariamente como un deseo manifiesto de caerme muerto en ese mismo instante. El manager de Joan Manuel, Jordi, vino por nosotros inaugurando una furia intimidatoria. Blandió la fotografía y con el índice derecho marco la coronilla del artista donde se insinuaba el apogeo de su calvicie. No hicieron falta palabras. Entendimos cuál era el talón de Aquiles donde se manifestaba la coquetería del bardo. Zoilo reaccionó como debía y superó la precariedad del caso quemando un corcho que consiguió en un restaurante de la calle Corrientes con el que pintó el pequeño agujero de Ozono y tranquilizó al creador de Mediterráneo . Repitió el mural con la misma excelencia y disimuló la alopecia bohemia de Joan Manuel.
Hoy, hace unos minutos, como un flash cercano e imprevisto de aquella vieja cámara, me quedé encandilado y perplejo ante la pequeña esquela noticiosa que habla del fallecimiento del consagrado fotógrafo de Clarín, El Gráfico y La Nación, Gerardo Horovitz.
Será porque uno empieza a morirse con mayor celeridad cuando se le van apagando sus afectos o pertenencias que prefiero descartar esta mala noticia. Buscar un corcho, quemarlo y retocar la foto. Zoilo no murió, le gustaba tanto la aeronaútica que debe haber elegido ir a transpirar en un lugar más elevado.
El invierno tenía las crudezas de entonces y sin embargo él transpiraba.
Transpiraba con desmesura, con una emergencia de sudor que se transformaba en charcos sobre la camisa que lo despegaba clara y rotundamente de los cuerpos trémulos enfundados en sobretodos y repletos de pulóveres, un extremismo sudorípero que lo hacía único por desabrigado y transpireta. Y ese rasgo traspasaba la geografía incómoda del lamparón copioso sobre la tela para manifestarse con gotas gordas y generosas también sobre su cara de perro bueno acumulándose en la exclusa de su bigote curvo hasta volvérselo más oscuro.
Para mí, que lo amaba desde mis retinas, por cristalizar sin quitarles ni un ápice de vida a las musculaturas en tránsito del juego a la heroicidad de los futbolistas que me elegían en el pan y queso desde las páginas de El Gráfico, salir con él en una misión plenipotenciaria tenía el sabor de la hazaña mucho antes de que esta pudiera ponerse en marcha. Encima, era un compañero sencillo y afectuoso, que te salpicaba con su sudoración empedernida porque era dilecto y dueño de una bonhomía que justificaba a su apodo por modo campechano y su entrega sin reticencias de afecto. El ámbito de sus miedos y sus paranoias no se suscribían en el cuerpo a cuerpo, en la vinculación amistosa para asumir un desafío.
Entonces me tocó radiografiar y retratar a Joan Manuel Serrat. Seguirlo junto al Zoilo Horovitz en una gira por varios rincones de la geografía argentina para ofrecer su intimidad y aspectos trascendentes de su personalidad. Era una empresa compleja porque no podía ser agnóstico ante ese catalán que me condicionaba con su poesía y me dejaba muy expuesto entre mi admiración y el cometido para el cual había sido contratado. Sospecho que de no haber tenido ese compañero de ruta, ese Sancho sudador en la quimera, hubiera vuelto a casa tarareando Aquellas pequeñas cosas con las alforjas vacías. Pero él era, además de un magnífico reportero gráfico capaz de darle sentido a mis palabras incompetentes con sus tomas únicas, una credencial de jerarquía. Por haber sido, entre otras cosas, el fotógrafo exclusivo de Les Luthiers, Serrat nos permitió corretear dentro de su aura ofreciéndose con la guardia baja. Fue una deferencia con el Zoilo que me benefició directamente y que fue coronada por una anécdota que permitió descubrir al Nano más humano, cabrón y vulnerable.
Nuestro periplo culminaba en una foto. El Gran Rex colmado y el Gran Transpirador a las espaldas del juglar para inmortalizar la imagen de Serrat abrazando a un público traspasado por la emoción. Todo salió perfecto y, evidentemente, la genialidad de Zoilo quedó plasmada en un gatillar divino. Al otro día, con la gigantografía de esa toma impresa como regalo para Serrat como agradecimiento, vivimos la única situación que nos empujó a la cornisa del abismo.
El Nano se puso pálido y sus labios se tornaron lívidos, amagó trastabillar por un vahído y se repuso con una inyección de sangre que le estalló en el fondo de sus ojos. Se apartó de nosotros y supimos en ese preciso instante que algo malo que no llegábamos a determinar, acontecía. Zoilo abrió grifos suplementarios y en pocos segundos parecía salido de una ducha mientras que yo suspendí la respiración voluntariamente como un deseo manifiesto de caerme muerto en ese mismo instante. El manager de Joan Manuel, Jordi, vino por nosotros inaugurando una furia intimidatoria. Blandió la fotografía y con el índice derecho marco la coronilla del artista donde se insinuaba el apogeo de su calvicie. No hicieron falta palabras. Entendimos cuál era el talón de Aquiles donde se manifestaba la coquetería del bardo. Zoilo reaccionó como debía y superó la precariedad del caso quemando un corcho que consiguió en un restaurante de la calle Corrientes con el que pintó el pequeño agujero de Ozono y tranquilizó al creador de Mediterráneo . Repitió el mural con la misma excelencia y disimuló la alopecia bohemia de Joan Manuel.
Hoy, hace unos minutos, como un flash cercano e imprevisto de aquella vieja cámara, me quedé encandilado y perplejo ante la pequeña esquela noticiosa que habla del fallecimiento del consagrado fotógrafo de Clarín, El Gráfico y La Nación, Gerardo Horovitz.
Será porque uno empieza a morirse con mayor celeridad cuando se le van apagando sus afectos o pertenencias que prefiero descartar esta mala noticia. Buscar un corcho, quemarlo y retocar la foto. Zoilo no murió, le gustaba tanto la aeronaútica que debe haber elegido ir a transpirar en un lugar más elevado.
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