domingo, 15 de agosto de 2010

AL MUNDO LE FALTA UN FLEQUILLO


(alguna que otra vez me invitaron a escribir sobre Carlos Balá, joven espíritu de 85 años cumplidos el viernes 13 de agosto: como tributo recupero uno de esos textos titulado, justamente, Al mundo le falta un flequillo... En estos párrafos, me acabo de dar cuenta, omití referirme a un revisionismo peligroso: en la caza de brujas por la caza misma alguna vez se lo señaló como funcional a los militares de la Dictadura de Videla. Me pareció una exageración extrema, como tantos trabajó en aquellos años y, precisamente, en esa etapa cinematográfica, concretó a mi juicio su performance más exigua. Aquellas películas de Palito Ortega no le hacían el favor y de alguna manera su incomodidad está expresada: no eran aquellos argumentos que pudieran vindicarlo y estaban algunos de ellos, es honroso decirlo, atravesados por una atmósfera rara, patriotera al gas. Que el ministro Amado Boudou haya celebrado el cumple de Balá es de alguna manera una certificación de que aquellas nubes asistidas se han disipado. Al pie, un audio de otro texto que me une en gratitud y amor a Carlitos)

Es un acto reflejo, cada vez que abordo el colectivo 39 -cosa que hago con frecuencia- pienso inevitablemente en aquel Carlitos Salim Balaá, el hijo del carnicero, que se hizo comediante en los internos de esa línea.
Aún tímido para probarse en los templos de la radiofonía o subirse a alguno de los escenarios donde reinaba el varieté, utilizaba un público espontáneo para templar sus réplicas, inaugurar su impronta y darle rienda suelta a sus notables condiciones histriónicas.
De sobra se ha contado la anécdota en la que la pesadilla amable de los choferes dejaba atrás su casa de Olleros y Fraga para someter a algún partenaire pasajero con uno de sus clásicos aciertos del repertorio ambulante. En Chacarita comenzaba a preguntar si estaban cerca de la calle México, acción que reiteraba cada dos minutos, con una sola presa en la mira. El compañero de asiento con más o menos paciencia pero calentando motores, invariablemente, contestaba: "Todavía falta, pibe, yo te aviso". Al cabo de una hora, o más, cuando la unidad transitaba
San Telmo y por fin el destino se asomaba en el horizonte del parabrisas del micro, y el fastidiado enfatizaba: "¡México!": Carlitos gritaba: "¡Viva Zapata!", usufructuando el equívoco para vitorear al popular caudillo de los aztecas ante la carcajada general.

Otro hit en aquel mundo de veinte asientos fue el melodrama que podría titularse "la gallina de carrera". Un maremoto de lágrimas con que el animador en tránsito enternecía al pasaje llorando amargamente porque en algún momento del periplo simulaba que le habían hurtado ese singular exponente de su loco gallinero.
Muchas legiones de argentinos, para los que Carlitos Balá es Patria y bandera, veneramos consciente o inconscientemente a la vedette Morenita Galé, la artista que descubrió en las travesuras del barrio un genio de la comicidad y lo empujó a probarse en La Revista Dislocada, la Meca de los imitadores y humoristas en las postrimerías de los ´50.
En diferentes emisiones de Volver podemos observar, con tan solo prestar atención, los fundamentos de un estilo que aún goza de modernidad, si es que uno puede dejar de reírse para ofrecerle una parcela de calma a la agudeza analítica.
Allí, es asible, el Carlitos de Balabasadas, de El flequillo de Balá, o la saga de películas de Canuto Cañete. Un creador en su estado supremo.
Atrás había quedado la trayectoria del popular trío que reunido en la Dislocada de Délfor -ese tridente maravilloso que formó junto a Alberto Locati y Jorge Marchessini-, abandonó para ser solista, cabeza de elenco.
Con una influencia de Jerry Lewis, Balá elaboró una marca personal.
Entonces era figura en el Canal 13 de los cubanos después de haber dado pruebas de excelencia en Balamicina -el primer programa libretado (¿libreto oral o allí utilizarían la Olivetti y papel?) por los hermanos Sofovich- y anticipado su carisma entre los chicos reemplazando a Alberto Olmedo en la tira Joe Bazooka (su figura también está asociada a la de Jorge Porcel, el Gordo se hizo conocer imitando a
Balá en el impacto radiofónico del ya citado Délfor) Y la referencia a su presencia en el staff de la emisora dirigida por Goar Mestre es un adjetivo: había adquirido esa heráldica porque el suyo era -es, sigue siendo- el humor blanco, inocente, de búsqueda inteligente y con varias tonalidades. El gag verbal, la ocurrencia, el latiguillo, el rendimiento óptimo en el desarrollo del sketch, la gracia corporal, la
ternura, la indefensión, el oportunismo, el remate visual o basado en un juego de palabras o en un chiste; todas son partituras que Balá hace sonar como un eximio concertista -entre sus rutinas, valga la cita, la de la trompeta imaginaria fue arma de batalla-. Atributos atemporales, que superan la moda y los tópicos coyunturales. Elementos que lo transforman en un clásico.
La torpeza y la voluntad mal conducida de Carlitos Cadete puesta de manifiesto en sus acciones, equívocos o problemas para manipular los objetos -hasta redefinirlos, incluso-. La picardía travestida del pajuerano buenazo en su afán de inmunizarse contra los porteños de Petronilo. O los insuperables juegos de esgrima verbal -salpimentados por esos entrañables mohínes de candor y amor destinados a su novia, el filito, Petreca -desarrollados con su interlocutor de turno, Juan
Carlos Calabró o Jorge Cano-, en el esquicio El hombre de Buenos Aires
son un muestrario de su jerarquía infinita para la comicidad.
Rara avis, siempre fresco y munido de impronta, Carlos Balá jamás dejó nada librado a su tremenda capacidad de repentización. Con una base sólida, ensayada, medida, exigente con los demás y consigo mismo, trabajada con paciencia y minuciosidad de orfebre; pudo sobreponerse al peligro de agotar los recursos antes de grabar evitando los sobresaltos y dejando un mágico espacio para la sorpresa, ese sabor de imprevisión, que mantenía vivo todo lo que estaba repasado y afiatado.
La falta de oportunidades que la televisión, también el cine (los filmes de Palito Ortega, fueron una fuente de trabajo pero para quien esto escribe nunca estuvieron a la altura de las posibilidades del intérprete) y el teatro, le ofrecieron al Balá otoñal, desaprovechado como comediante para toda la familia, hizo que su figura se instalara en el imaginario colectivo -no hablo ahora del querido 39- como un
producto infantil.
En este terreno -una pena, hubiese tocado afinadamente las dos cuerdas en simultáneo-revalidó laureles y también fue -es, lo sigue siendo con su espectáculo de circo, a menudo en sociedad con Piñón Fijo- un astro. Para los que el primer bigote fue la marca del vaso de Toddy, su careta es más válida que ambas carátulas, las de la tragedia y la comedia, y su flequillo nos remite con una dosis moderada de nostalgia a los tiempos en los que la felicidad era posible.
Fue un payaso diferente, corrido de la rutina circense para instalar en la platea infantil el sketch en su formato más tradicional, supo conducir programas divertidos e inolvidables, bien matizados por juegos, máximas y canciones.
Bajo la carpa de su Circus, su argot, su frondoso capital de ocurrencias, aquellos aforismos, se transformaron en un punto alto de atracción y en moneda corriente dentro del lenguaje popular. Ni él mismo sabe todos los neologismos y frases que catapultó, pero algunas, varias decenas, afloran sin esfuerzo.
Algo valioso se cotiza un kilo y dos pancitos. A alguien se le augura tranquilidad deseándole dormí sin frazadas. Siempre que golpeamos la
puerta tratamos que suene ta, ta, ta, ta, ta para que rime con un ¡Balá! El gestito de idea es un emblema. En las reuniones oprobiosas pensamos en mamá cuando "los" vamos. Hacemos silencio ficticio. La pregunta retórica, de todas las preguntas, siempre será ¿qué gusto tiene la sal?¡Eaaaaaaaaaaapepe!, es nuestro grito de guerra. Nos burlamos de los que
nos sojuzgan con un sumbutrule. Ignoramos a los que no queremos haciéndoles saber que toco el aire, a usted no lo toco. A los malos momentos lo recibimos con techito por si llueve. Si alguien nos cuenta algo sin interés le preguntamos ¿y esa es la aneda? Y podemos recitar como un Padre Nuestro profano la prosa de arranque de su show: aquello de señoras y señores y por qué no lactántricos, tengan ustedes muy buena imagen, acá estamos para hacerlos divertir sanamente y en familia... (¿se animan a completarlo? Ustedes saben de qué les hablo).
Redivivo Petronilo, con su perro invisible Angueto, con los chascarrillos telefónicos, las metidas de pata del nene, las proezas de Los Malerba, la búsqueda del caramelo en la harina, el concurso de sus parecidos -miles de pibes que se cortaban el pelo como Carlitos y perseguían sus quince minutos de fama- y la implementación de ese ostentoso aparato redentor de paladares conocido como El Chupetómetro; conquistó un terreno frágil. Recóndito. Nuestro tesoro. Convirtiéndose
en Emperador de nuestra infancia nos ganó el corazón in eternum. Para todos los que crecimos con la ñata contra el vidrio pero del aparato del televisor, Carlos Balá corporiza un afecto especial.
Si conocemos su prehistoria logramos emocionarnos al colocar los ochenta centavos -leáse hoy, en 2010, un peso veinte- en la ranura de la expendedora de boletos del 39.
Todavía podemos disfrutarlo como un extraordinario cómico,concediéndole una mirada tierna, al quedarnos hipnotizados frente a esas emisiones del recuerdo.
Y a su vez quererlo como se quiere a lo que se ama, sin permitir que la razón se exprese en voz alta, desde la evocación de instantes irrepetibles de la niñez...
Aquellos buenos viejos tiempos en los que aún pensábamos que si la vida nos ponía en aprietos iba a llegar Batman para socorrernos.

(es un tramo de mi programa radial El Plomero del Titanic, de más está decir que varias veces Balá fue tema: acá comparto el airecito tanguero Sumbutrule -o Sumbudrule- 2x4)

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