Mi condición de peatón perenne y mi decisión inquebrantable de no aprender a manejar me escinden deliberadamente, y no tanto, de algunos universos. Hay un territorio, entre cientos, en el que soy lisa y llanamente un lego.
Jamás comprendí plenamente cuánto octanaje posee esa testosterona que los varones se inyectan a la altura del tanque de nafta desde un surtidor.
Nunca pude sentirme tan seguro, tan rotundo, tan avasallante ni tan ganador como esos mortales que dejan sus cuatro huellas de caucho en la acera mientras yo espero con cara de nada y la mente percudida de datos sin procesar la llegada del próximo ómnibus.
Tengo esquirlas de teoría, sombras débiles de una idea cosificada, pero pocas veces me he puesto a pensar como en este momento, el relativo peso que tiene el desafío de cabalgar sobre un corcel de industria alemana o diseño francés frente a la ilusoria sensación que le brinda al conductor, quien siente la exaltación proporcional de su pene a medida que cambia de modelo. Dicho de otra manera, le importa más la fanfarroneada que la cilindrada.
En una sociedad que se somete a la doctrina de la falocracia esa prepotencia en la jauría de bólidos tiene atributos que ni el mejor de los prolongadores peneanos que ofrece Sprayette puede satisfacer.
Colgado de esta formulación, a la caza de sensaciones prestadas que nunca experimentaré, redescubrí algo más bizantino que el motor a combustión: el vehículo privado como escenario de la conquista.
Intuyo e indago que el solo ejercicio de manipular un volante transfiere a salames como yo a una condición de adonis que no imaginaban cuando andaban de a pie.
Hombres que trepados a un automóvil se miran al espejito retrovisor y este los devuelve seductores, irresistibles y bellos, aprovechan cada tregua del semáforo para focalizar su mira telescópica e inaugurar una aventura.
Ni el tedio, ni el tránsito pesado, ni los problemas que van y vienen ubicados en el asiento del acompañante son tan poderosos como para hacerle perder erotismo al semental cuatro puertas.
Arriesgo que la función central de elemento de locomoción y traslado que enchapa el automotor rescinde protagonismo frente a la tentación que el descendiente mecánico de Henry Ford estigmatiza.
Mis amigas, que también van por la vida trepadas a un coche, dan fe de esa –y nunca mejor dicho- autoestima que les nace a los pilotos urbanos y que se expresa de manera elocuente y furtiva porque justamente se desarrolla en movimiento, al andar, en el medio de calles poceadas o en el caos de avenidas repletas. A veces la maniobra lleva dos o tres acciones, una mirada ventanilla a ventanilla en un paso cebra, una frase de ocasión en otro alto y una persecución para concretar aunque más no sea un intercambio de información sobre sus números celulares.
Pero varios, obran con mayor certeza. Una espontaneidad provista de trabajo en la semana y dedicación estratégica. En un campo estadístico sin retenciones y muy trillado, acopié el siguiente saber: los galanes motorizados agitan una tarjeta personal, generalmente un modelo muleto concebido a tales efectos, que entre limpiavidrios, malabaristas y chicos que piden, entregan rápidamente a su presa sin descender de la nave ni desviar su trayecto.
Hay muchos matices, modelos más caros y de propulsión a inyección, recién salidos de la agencia, cotizados logotipos de una prosperidad supuesta, tienen mayor handicap, pueden atreverse a esgrimir su tarjetazo eligiendo la conductora que le parezca más agraciada en el pelotón, y hasta definir el partido en una esquina.
Tipos que van en catraminas, como es de suponer, tienen que ser Brad Pitt para superar esa performance que los relega al lote de los menos dotados.
De solo pensarlo, me genera vértigo. Yo que ni aún cuando era promotor de una fábrica de perfumes me animaba a entregarle a las chicas de cinco puntos para arriba las tarjetas aromatizadas, elegiría prenderme fuego antes de acometer un flirteo sin otra motivación que saber que tengo automóvil y que la otra persona es de género femenino. Como quién dice, por deporte. Me costó mi relación con Alicia esa pavorosa vergüenza para otorgar los probadores de cartulina. Antes de quedar expuesto, cuando la situación me sobrepasaba, metía torpemente la promoción de la fragancia entre mis ropas. Una tarde llegué con tanto olor a perfume de mujer a casa de mi novia que no hubo forma de que ella no me incriminara aún cuando era su papá el que me había recomendado para ese trabajo.
Obvio que si tantos conductores le dan de comer a las imprentas con sus gruesas de tarjetas es porque la metodología resulta. Me cuentan amigos que se hacen los Nikki Lauda –siguen al volante aún quemados- y queridísimas compañeras –como pueden- desde el ojo del chaparrón de membretes que, por curiosidad, o porque les pareció atractivo el lancero, o vaya a saber por qué otra conjunción cósmica, muchas veces, ellas marcan el número del teléfono celular del cortejante y hacen el llamado de gracia sin saber hacia que rumbo las desperdigará el destino aunque jamás yerran al vaticinar la frase matadora con que el prospecto de amante romperá el fuego.
-Me estoy separando.
Ser un transeúnte sin registro, también tiene sus pequeños encantos. Hay un estrés que no nos salpica. Aún viajando mal y hasta apretados y sometidos a climas impiadosos, dejamos minutos de nuestra vida sin decidir, permitiéndoles a otros que nos lleven a nosotros con nuestros pensamientos y nuestros sueños en pleno gobierno sin necesidad de protagonizar acciones. Y por sobre todo, no corremos riesgos como el que le tocó experimentar a mi amigo Lisandro Verona. De auto a auto le dio su tarjeta a una morocha de ojos melosos y rulos aferradores como tentáculos que lo llamó, efectivamente, como él deseaba, a las dos horas de haberle equiparado la marcha a la salida del semáforo de Figueroa Alcorta y Tagle.
Pero cómo no lo iba a llamar esa humanidad sexy, volcánica, perturbadora, a Lisandro Verona. Cómo no lo iba a llamar a las dos horas si era la abogada que su esposa había escogido para esquilmarlo quirúrgicamente en el juicio de separación por su vida licenciosa y su temple de pirata.
(2008, viñeta para la Sección Palabras de un spleen, dentro de mi programa radial El Plomero del Titanic)
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