Pensar que el gol de Martín Palermo ante Grecia, en el epílogo de la clasificación Argentina, fue producto de un reflejo de su instinto goleador sería ejercer un reduccionismo.
La prueba de que ese gol no fue conquistado en tiempo real, en Polokwane, es que haya parecido un alarde inusitado de su pierna inhábil.
Martín Palermo no señaló ese gol allí, tras el rebote en el arquero Tzorbas, después de una jugada excelsa de Lionel Messi, con un toque de derecha.
Martín Palermo comenzó a gestar esa epopeya de su rosario de gloria personal al enhebrar otras cuentas. Las remotas, las recónditas, las visibles y fáciles de reconocer que convergen en el latiguillo gastado de “su película”, las inasibles y silenciosas, las que sólo él sabe y conoce.
El tanto de Palermo a Grecia es una consecuencia de una larga historia. De sus atardeceres con orgullo de soldado mutilado. De sus apariciones con alma de fantasma ungido en milagro. De sus torpezas dignas mutadas en postales de excelencia. De sus excentricidades módicas.De su poética esbozada en gritos que dan al lunes las agitaciones mínimas vitales y móviles.
La conquista de Palermo a Grecia es un homenaje particular que Diego, como mayor autor del relato exponencial del fútbol argentino, le hizo al ídolo de la voluntad intransigente pero también encarna un reconocimiento para el rito. Diego consagra al hombre que representa a los que son capaces de ver un arco iris en el paño de la noche más cerrada.
Un homenaje que Martín se hizo y, de alguna manera nos hizo, a los de acá.
Ese gol no es una arremetida lúcida, con el empeine abierto y lustroso, que con puntería certera espantó al rocío que jugaba a ser equilibrista sobre los piolines de la red. Ese gol fue el resultado de una fórmula química donde en una probeta imaginaria se arremolinaron lágrimas, horas yermas, los tangos de la vocación, las utopías del juego, las pequeñas derrotas, los grandes fracasos, una atmósfera colectiva de sensaciones y sueños paralelos que llevan los colores de los cuadros que aprendemos a mencionar antes de balbucear mamá y que como Palermo jamás nos atrevemos a jubilar del todo.
Ese gol es la legítima representación, la adjetivación positiva de la situación imposible ejercida por un hombre posible. Muy falible, tan consagrado a trastabillar cada día como a inmolar su perfil de camello emérito en el arte de exprimir emociones en el desierto de los que viven para impedirlas.
Ese gol de Palermo es un gol muy argentino, argento para verbalizarlo con una textura más apropiada. Poco importa que él sea un paradigma boquense, tiene un sabor local que emana y está impregnado en el aire hasta difuminar las consignas partidarias. Es la suya y es la nuestra. Correr el bondi, ejercer el faquirismo para llegar a fin de mes, chapalear barro, la coima en la cola, el taxista convertido en partera, la inundación, los cortes de luz, la falta de gas sin dejar de pensar en tirar manteca al techo, sin abdicar nunca a la corona, sin dejar de creer que puede ser gol. Ese pesimismo infectado por arrebatos optimistas. Esa histeria. No colgar los botines de la fe. Esa rara mezcla de Musetta y de Mimí. La sociedad impúdica, orgiástica, la gloria y Devoto.
Pensar que el gol de Martín Palermo ante Grecia, en el epílogo de la clasificación Argentina, fue producto de un reflejo de su instinto goleador es describir una página importante en su foja de artillero, asistir a una crónica de un hecho deportivo con su épica y su contextualización.
Pero, por sobre cualquier otra opinión, es el paso sucesivo de una extensa y agobiante peregrinación en la que Palermo marca el camino y a su sombra acudimos perplejos e incompletos, transidos de ilusión, los de acá, los de la vuelta de la esquina.
La prueba de que ese gol no fue conquistado en tiempo real, en Polokwane, es que haya parecido un alarde inusitado de su pierna inhábil.
Martín Palermo no señaló ese gol allí, tras el rebote en el arquero Tzorbas, después de una jugada excelsa de Lionel Messi, con un toque de derecha.
Martín Palermo comenzó a gestar esa epopeya de su rosario de gloria personal al enhebrar otras cuentas. Las remotas, las recónditas, las visibles y fáciles de reconocer que convergen en el latiguillo gastado de “su película”, las inasibles y silenciosas, las que sólo él sabe y conoce.
El tanto de Palermo a Grecia es una consecuencia de una larga historia. De sus atardeceres con orgullo de soldado mutilado. De sus apariciones con alma de fantasma ungido en milagro. De sus torpezas dignas mutadas en postales de excelencia. De sus excentricidades módicas.De su poética esbozada en gritos que dan al lunes las agitaciones mínimas vitales y móviles.
La conquista de Palermo a Grecia es un homenaje particular que Diego, como mayor autor del relato exponencial del fútbol argentino, le hizo al ídolo de la voluntad intransigente pero también encarna un reconocimiento para el rito. Diego consagra al hombre que representa a los que son capaces de ver un arco iris en el paño de la noche más cerrada.
Un homenaje que Martín se hizo y, de alguna manera nos hizo, a los de acá.
Ese gol no es una arremetida lúcida, con el empeine abierto y lustroso, que con puntería certera espantó al rocío que jugaba a ser equilibrista sobre los piolines de la red. Ese gol fue el resultado de una fórmula química donde en una probeta imaginaria se arremolinaron lágrimas, horas yermas, los tangos de la vocación, las utopías del juego, las pequeñas derrotas, los grandes fracasos, una atmósfera colectiva de sensaciones y sueños paralelos que llevan los colores de los cuadros que aprendemos a mencionar antes de balbucear mamá y que como Palermo jamás nos atrevemos a jubilar del todo.
Ese gol es la legítima representación, la adjetivación positiva de la situación imposible ejercida por un hombre posible. Muy falible, tan consagrado a trastabillar cada día como a inmolar su perfil de camello emérito en el arte de exprimir emociones en el desierto de los que viven para impedirlas.
Ese gol de Palermo es un gol muy argentino, argento para verbalizarlo con una textura más apropiada. Poco importa que él sea un paradigma boquense, tiene un sabor local que emana y está impregnado en el aire hasta difuminar las consignas partidarias. Es la suya y es la nuestra. Correr el bondi, ejercer el faquirismo para llegar a fin de mes, chapalear barro, la coima en la cola, el taxista convertido en partera, la inundación, los cortes de luz, la falta de gas sin dejar de pensar en tirar manteca al techo, sin abdicar nunca a la corona, sin dejar de creer que puede ser gol. Ese pesimismo infectado por arrebatos optimistas. Esa histeria. No colgar los botines de la fe. Esa rara mezcla de Musetta y de Mimí. La sociedad impúdica, orgiástica, la gloria y Devoto.
Pensar que el gol de Martín Palermo ante Grecia, en el epílogo de la clasificación Argentina, fue producto de un reflejo de su instinto goleador es describir una página importante en su foja de artillero, asistir a una crónica de un hecho deportivo con su épica y su contextualización.
Pero, por sobre cualquier otra opinión, es el paso sucesivo de una extensa y agobiante peregrinación en la que Palermo marca el camino y a su sombra acudimos perplejos e incompletos, transidos de ilusión, los de acá, los de la vuelta de la esquina.
Los que no acabamos de velar una esperanza que ya nos estamos enamorando de otra, a descubrir. O por inventar.
Foto Revista GENTE
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